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Wednesday, May 23, 2012

Robo palabras porque no estoy en un bosque ni tengo el poder de convertirlas en margaritas. ¿Quién me quiere? Es atractivo el espíritu invisible de los viajes que no hacemos. El hilo de nuestra trama molesta hacia la media tarde como una tela de araña que se cruza en el camino. Tenemos que disfrazar lo irreal, ficcionarnos a diario. No siempre jugar es divertido. El miedo condiciona mis rencores, a veces se les caga de la risa. - Digo caga y pienso en la otra noche en la quería escribir un cuento a partir de una expresión vulgar y vos me dijiste Eso es cosa de mujeres. Me hiciste reír.- En el bosque al que no fui, debajo de mis pies, estaba esta poesía, a la que tan grande le queda el nombre, pero qué me importa, si mientras más nos empeñamos en ser justos menos cosas nos divierten. Saltar y bailar es lo que necesito, moverme sobre una madera alta, sentir que estoy buenísima. Los pasos son inciertos entre las compras, el zapallito de oferta, los dolores de crecimiento y la rutina de la leche. Tropezar es lo más común. Y entre vos y yo la batalla se rige desde el “a ver quién tiene más sueño”. Tan infantiles somos. Entonces me voy eyectada, para volver a las letras, a mis libros que un poco son mis virtudes también. Veladas de risas y reproches, mañanas anochecidas, despertarse, mantenerse, rumiar. Me río de la jornada completa, de la huida que no llega y desde lejos quiere avisar que está sumergida en quien sabe qué mar, esperando que nos decidamos a burlarnos de todo, empezando por ella. Escondo bajo la almohada estrellas que son nenas con olor a recién bañadas.

Thursday, March 01, 2012

Sillones

Escucha una música que le suena psicodélica y piensa en lo drogada que está. Hace tiempo que no entra en esa habitación pero hoy no puede evitarlo. La puerta se abre sola, el viento colabora con sus ojos, la despierta un poco. Un poco. Entra. Hay olor a cuerpos, a pieles transpiradas. El color es rojo y oscuro, como en las películas, como en los antros. Jugando a no parpadear se para sobre la palabra “antro”. Se acuerda del latín, de la carrera que dejó, esa que ya no puede llamar “su” carrera. Entonces para. Ya no corre: ya no hay carrera. ¿Qué es suyo realmente?, ¿qué pertenece cabalmente a las personas?. Piensa y se arrepiente de tanta profundidad. Le duele haberse caído frente a todos, hace un rato, en la fiesta, siente vergüenza. Se pregunta qué odia más, si el dolor físico o la vergüenza. Un chico le habla. Qué raro, pensó que estaba sola. “Estoy sola” le explica, y el chico parece que se ríe y se va. Ella se pregunta quién sería, tal vez uno de sus amigos. Se desploma sobre un sillón, abraza a su amiga que duerme plácida allí. Estoy en cualquiera, le dice. La amiga no se ve bien, ojeras, color verdoso. Ella no sabe si gritar o dormir. Intenta lo primero y la voz no viene. Llora un poco, ya no puede levantarse. Otro chico con otra camisa entra y habla sobre una fiestita. A ella le parece prudente sonreír. Él grita un nombre de varón, vienen dos chicos, uno tiene los ojos pintados, se sienta al lado de ella. “Mi amiga…” empieza a decir, y el chico estira la mano, toca a su amiga, la sacude, mira a los otros dos, uno de ellos dice “entonces vámonos ya”. Se van y ella mirando sus espaldas piensa que son unos tarados. “Despertate”, dice, ahora puede hablar, gritar todavía no. “Dale”, le hace cosquillas pero la amiga no reacciona. Afuera hay gritos y una música diferente, más serena pero igual de enloquecedora. “Dale hija de puta, tengo miedo”. El de camisa, el que le habló primero, la viene a buscar. Ella le dice que se vaya. El pibe trae un vaso de agua que ella se vacía en la cabeza. Se siente un poco menos loca pero tiene miedo. Lo mira, él le agarra la cara. “Maru, ahora viene la ambulancia”. Ella no sabe qué decir así que canta, tararea una canción infantil, se siente chica, muy pequeña, muy sola. “Va a estar todo bien”, dice él. Ella llora, se deja abrazar, se deja llevar, tiene cuatro años, no hay cumpleaños, se suspende por lluvia, le regalan un juego de té. “Dejame estúpido”. Se levanta, sale de esa habitación, se pide un wiskola en la barra. Hay muchas barras en las que ella pide bebidas. Nunca le gustó el té. Se toma un wiskola, mil también, se vuelve a ir hacia algún lugar. Ahora hay muchas puertas abiertas, decide meterse en dos. Siente el desdoblamiento de su cuerpo como un placer superior. Gime. Dos chicos hacen zapping tirados en un sillón; frente a ellos no hay televisor alguno. Uno le dice secretos al otro al oído. Ella se para enfrente, los mira bien, sí, son sus hermanos. No miren, les ordena, y ellos cierran los ojos, parecen dormir. Alguien grita afuera, tal vez sea su mamá. Ella corre por un largo pasillo. Su mamá, al final del pasillo, está abrazada a un inodoro. Llega: es un cuadro, una imagen, estática, fría, espantosa. “Acrílico” le susurra un viejo loco que fuma pipa. Lo espanta con la mano, busca la firma, está en la cara de la mujer, disimulada, queriendo parecer una cicatriz. Piensa en el grito que no le sale y atraviesa la tela. Está en el funeral de su amiga. Todos lloran. Ella tararea “Come together”, siempre hay algo de Los Beatles en su alma. Su madre se abraza a la madre de la chica muerta. Ella quisiera acercarse pero no lo hace. Saca de su campera una petaca de algo. Bebe. Ahora sí llora pero sigue sin acercarse. Pasa un tiempo, lo sabe porque el sol ya no está. Tal vez se durmió. Tal vez fueron años y dejó un buen novio solo para acostarse con muchos pero muchos tipos malos. Tal vez no. No eran todos tan malos. Tal vez el sillón huele a flores y ella estuvo soñando. Ya no sabe a qué es bueno oler. Se lleva a la boca un cigarrillo que alguien le acerca, y una pastilla y un vaso de agua. Le pregunta a una chica de cara conocida si sabe dónde está su mamá. La chica la mira como si hubiera visto un fantasma. Nadie entiende, piensa, se va. Cuando sale se encuentra con la calle. Para un auto, se sube, es su padre el que maneja. Hablan del tiempo y él enseguida le dice “abandonar es otra cosa, no lo que yo hice… abandonar es otra cosa…”. Ella fuma, ahora es marihuana, le deja una tuca en el cenicero y se baja. No le gusta ese auto. Se sube a un micro de larga distancia riéndose de que la gente establezca si las distancias son cortas, largas o innecesarias. “Idiotas”, dice, y los pasajeros giran para verle la cara. No es un micro. Hay turbulencias. Se coloca la mascarilla de oxígeno. Se lamenta no tener traje de azafata ni nadie a quien cogerse en el baño. La gente afecta a hablar de sexo siempre menciona el baño del avión. Le propone sexo al pibe que viaja a su lado, el chico le dice que es gay. Ella se ríe con ganas, la palabra “gay” le suena tan absurda… “Bueno, una paja, no sé”. El pibe se niega, gira, tal vez hace un puchero. Ella se tira, aterriza, se golpea, llora, y sale corriendo. Hasta mi casa no paro, dice, y corre. Pasa por encima del cuadro roto, por un túnel, por la escuela. Saluda a todos, alguien la aplaude. Cuando por fin llega a su casa no puede siquiera estirar las sábanas. Se desploma sobre su sillón cama azul y se duerme. Los retazos e hilachas que puedan quedar de la noche se le harán incomprensibles como ese dolor punzante en medio del pecho.

Friday, December 30, 2011

Papaíto piernas largas


Si hay un libro fundacional o iniciático en mi vida, es ese. Por tanto, es extraño que no lo tenga. Soy tan amante de los libros como de la curiosidad. Cuando quiero tener uno no paro hasta obtenerlo, ya sea porque me lo compro o porque pido/sugiero, que me lo regalen. También soy adoradora de los elementos del pasado, de los objetos viejos, antiguos, que atestiguan que hubo un ayer que de alguna manera todavía podemos tocar. Y los libros de la colección Robin Hood ya son considerados de otra época. Por tanto: ¿por qué no he cometido esos actos de nombres aberrantes como “googlear”, “wikipedear”, “mercadolibrear”, para por fin tener en mis manos el libro aquel que marcó mis días infantiles?. ¿Por qué mi gusto inmenso por el aroma a hoja gastada, seca, frágil, antigua, no me seduce hasta hacerme desesperar el olfato como tantas otras veces, menos románticas, sí lo ha hecho?. ¿Por qué no me entrego al deseo real de volver a leer esa historia?. No le temo al desencanto ni mucho menos a la nostalgia de la niñez. Los temores, en este caso, están excluidos.

¿Entonces?

Ese libro vino a mí hace por lo menos veinte años, y sé, con la misma seguridad que sabemos que amamos a alguien, que un día caminando por las calles de San Telmo, o en la casa de una amiga nueva llamada por ejemplo Clara, o en el baúl de objetos perdidos de una parroquia, o en una mesa de feria de libros a cinco pesos, o en manos de algún Natalio Ruiz en el subte, lo veré, se me presentará, aparecerá, volverá a mí, y en ese momento yo volveré a tener 11 años, y estaré acostada en mi cama de una plaza, en mi cuarto decorado con pósters de Snoopy y Bon Jovi, con mi amiga rubia recostada en “la cama que se saca de abajo”, y ambas estaremos leyendo, en silencio, entendiendo en ese instante que se puede ser amigas incluso estando calladas, que leer está bueno, que nos podemos enamorar de hombres que no existen y que el mundo es la cosa más rara y perfecta que se haya inventado.

Monday, December 19, 2011

Cielo cielito
nubes sin apuro
infantil es mi voz al evocar la calma
que esta vez sucede a una lluvia antecedida
por cartas de esperanzas
finales y principios

¿Cuánto tarda un pájaro en secar sus alas goteadas?
Han de disfrutar de la lluvia como de los recreos los niños.
La hazaña travesura de hallar el escondite
nuevo
necesario
para el instante del chaparrón
para el que nunca nos sentimos del todo preparados

Son despacitas las nubes grises
que se mudan a otros cielos.
en el fondo el celeste de la tarde irrita de anhelos las pupilas estas
que buscan algo que no sabrían definir

El juego de las formas geométricas es una burla
que me hace reír demasiado:
dos triángulos (casi) perfectos
uno celeste el otro de nube oscura
y uno más pequeño que recién ahora veo
es más deforme, creo que hasta tiene cuernos (ya no voy a mirarlo)

Un espacio de nubes planas como renglones
quién sabe haya que morir para escribir sobre ellos.
Yo haría una letra esmerada
me daría el gusto de no cometer errores
de demostrarme que puedo escribir mejor cuando no está en juego la vida
cuando por fin me hice amiga de los desaciertos.

Si llego antes a convencerme de lo que digo
es seguro que volverá a llover.
Ceno sobre tu pecho
reímos roncos por el vino
qué asco que nos daría si…
pero no
es de noche
no estamos del todo despiertos
este es el estado entre la vida y el sexo, te digo
no existe el asco aquí, contestás

Las pieles brillan
entre los pelos el helado sabe a lujuria
la combinación frío-muy caliente
el sonido de nuestros cuerpos al despegarse
sopapas somos
empalagados

Y cuando sacás
los sonidos se quejan del vacío,
de lo que ya salió

Nuestras transpiraciones son un líquido salado
recién hecho
vos a ojos cerrados
yo te enseño a tocar mi cuerpo lubricado
sucio

Grito
quiero cubrirme
cubrirte
de:
arena
pasto
agua
tierra

Acaso ya lo tengo
tenemos
todo

Todo
acaso

Tuesday, December 06, 2011


El adorno
(descripción que no es tal)

Es casi imposible que yo, Macarena de las Palabras Moraña, haga una descripción concreta y tácita de un objeto sin ninguna apreciación personal pero, por una cuestión de principios – considerando sobretodo que el ejercicio lo propuse yo – voy a intentarlo.


Se trata de un adorno de navidad cuya forma se asemeja a la de una gota o bien a la de una lágrima. Supongo que la elección dependerá del humor de quien la observe. Yo, pese al sol del día, queriendo creer que es una cuestión de raíces y herencias familiares cuando en realidad de trata de un asunto de sonoridad poética, me inclino por la palabra lágrima. Así que hablaré sobre un adorno de navidad que tiene la forma de una lágrima (grande). Podría ser una lágrima de elefante tal vez...

Supo ser dorado, ahora tiene algunas líneas descoloridas, como arañazos del tiempo. Su color dorado no pasa de moda, da la idea de fiestas importantes. Es un color que aunque no termine de gustar se termina usando siempre, más tarde que temprano.

Su peso es mínimo, se contrapone con su imagen de elemento contundente. Su liviandad se debe a que es de vidrio, como una lamparita de luz ordinaria, de uso corriente. Pero el elemento que nos ocupa lejos está de poder considerarse algo trivial. Colgando de un árbol o de unas ramas, o dentro de una canasta, tiene como misión adornar el espacio durante el último tiempo de un año y el principio del que le sigue. Cuando es colocado significa que el tiempo de celebrar ha llegado. Cuando es quitado significa que ese tiempo ha terminado. Es así como lo vivimos y lo sentimos; claro que podemos seguir disfrutando de la vida pero el tiempo salpicado de ese brillo único, culmina cuando quitamos los adornos, descolgamos los móviles, le sacamos las pilas al Papá Noel para ponérselas al pianito nuevo que recibió el más pequeño de los niños de la familia. A estos decorados tiempos los denominamos, ni más ni menos, “las fiestas”.

No puedo evitar la mención de lo que dijo Violeta, mi hija de seis años, hace unos días cuando le pregunté qué título sería bueno para un cuento navideño: “¿Qué te parece El cumpleaños de todos, mamá?”. ¿Y qué me va a parecer?: ¡todo un concepto!.

Queremos creer que ponemos los adornos por costumbre, por una cuestión cultural que nunca sabemos bien de dónde salió, que todos los años nos juramos investigar pero que al final, entre burbujas de champagne y risas infantiles, dejamos de tener en cuenta, y entonces confundimos las historias, los orígenes de los ritos, las anécdotas y, por las dudas les echamos la culpa a los americanos, a los que llamamos yanquis, con esa tendencia perezosa de generalizar que tenemos. Y nos dedicamos a la deglución de platos calóricos como el matambre, el vitel toné o, en tiempos de vacas gordas, una buena pierna de cerdo con jugo de naranja relleno con jamón, tocino y algún otro venenito impiadoso que funciona como un regalo para nuestro bendito hígado. Bebemos como cosacos, reímos como japoneses, gritamos como italianos. Pero la culpa la tienen los yanquis. Abrimos regalos, volvemos a brindar, y nos permitimos dar esos abrazos que un sábado cualquiera, por la mañana, no le damos a nuestra cuñada, a nuestro suegro o a ese vecino que viene a saludar. Después seguimos comiendo, bebiendo, abriendo regalos, contemplando las caritas de los niños que siempre son tan felices con lo que reciben. Levantamos la copa al cielo pensando en aquellos que se fueron de viaje, de gira, de excursión, esos que ya no volvemos a ver pero que están tan presentes como los que hacen chistes a un costado, o descorchan otra botella, o rompen nueces y abren turrones como si ya no hubiera sido suficiente. En algún momento cantamos y en algún otro acompañamos a los chicos a la cama y sentimos ese placer inmenso al verlos abrazados a sus nuevas y lúdicas pertenencias. Otra vez los ojos miran al cielo ahora para agradecer lo muchísimo que tenemos, y cuando estamos hablando con nuestra tía Enriqueta que murió de vieja hace doce años, a Dios gracias, nos quedamos dormidos. A las cinco de la madrugada nos levantamos mareadísimos por la ingesta de todo aquello que ya no queremos enumerar ni recordar como mínimo hasta el próximo año – mentira, mañana lo almorzaremos con la misma voracidad –. Vamos al baño a hacer un pis medio colorado por la ensalada de remolacha, y lo vemos. Está ahí, caído, debajo del arbolito, pobrecito. Su forma sigue siendo la de una lágrima, pero ahora no pensamos en eso. Quizás lo tiró alguno de los chicos, quizás se cayó en medio del fragor de abrir paquetes, quizás fuimos nosotros mismos cuando con la copa número diez hicimos ese pequeño y patético show con el chiste que empezaba con el consabido “Estaban un alemán, un sueco y un argentino…”. Ese chiste que no hace falta recordar porque es igual a tantos, y porque la única moraleja burlona que tiene es la de dejar al argentino mal parado, en el lugar del langa, del canchero, del ventajero… Y si bien no somos dignos de tirar la primera piedra, en el fondo tampoco creemos que sea para tanto, y menos un día en el que los valores humanos, mal o bien, levantaron unos puntos. La familia, los amigos, la generosidad, el respeto, el humor, la infancia… Y ahí nos damos cuenta que el adornito sirve para atestiguar todo lo que se revaloriza durante “las fiestas”. Fiesta, celebración, juerga, parranda, alegría alegría… Y cuando nuestro amor se levanta por las mismas necesidades fisiológicas que nosotros y nos ve arrodillados debajo del arbolito, con el adorno en forma de lágrima (o gota) que perteneció a un miembro emblemático de la familia y se ríe, nos burla, nos tiene que ayudar a levantarnos y cuando lo hacemos nos da un abrazo navideño, nosotros nos sentimos realmente felices, felicísimos, enormes. Por eso nos reímos, si estamos borrachos, ¿qué otra cosa podemos hacer?. Ya sé, volver a la cama, pero antes: ¡Felices fiestas mundo entero! ¡Salú!

Maca

Wednesday, October 19, 2011


Aquí y ahora, me propongo venerar la patria amplia del vocabulario de ayer y hoy. Quiero empezar diciendo que me gustan algunas palabras que empiezan con la sílaba “co”. Ejemplos: coherente, co-sanguíneo, cooperar. Me gusta decir también “zoológico”, “se cuecen habas”, y “el buey solo bien se lame”. No me gusta mucho usar las expresiones “al toque”, “a pleno”, “de una”, pero las uso, y mucho - ¿cuánto es mucho?, ¿cuántas veces al día me encuentro hablando de un modo que no me satisface? -. Tal vez muchas veces – otra vez el mucho, esa manía de establecer cantidades…- aunque sea incapaz de reconocerlo - ¿soy incapaz realmente de hacerlo o simplemente se trata de una débil resistencia? –. Creo que en el fondo - ¿cuántos fondos citamos a lo largo de la vida? – lo que me lleva a usarlas es el deseo de no pasar de moda que es una manera elegante de decir que las mujeres vivimos en el desesperado intento de ser siempre jóvenes y hermosas. Me hace ruido – otra expresión que no termina de agradarme – cuando una persona grande - ¿a qué edad una persona es grande ahora que nosotros somos grandes también? – utiliza un término juvenil con el que pretende ser “canchera”. Jugando un poco para “despuntar el vicio” – acá veo cuatro fumadores bebedores de whisky alrededor de una mesa redonda con sus cartas de truco entre las manos – podría decir “no me cabe mucho cuando un jovato se quiere hacer el que está en la pomada y manda fruta a lo loco”. No soy de la época de “la pomada”, ni de la de la gomina, pero ojo que el gel ha hecho estragos en sendas cabezas de mi generación. Volvamos a las palabras “canchero” y “canchera”; son términos que pasaron de moda, al igual que la expresión “qué hambre” o “qué embolante” que son tan lindas. Las digo y el deseo de comerme un Tuby 4 acaba con el resto de mis deseos en un abrir y cerrar de ojos – esa sí me gusta mucho, abrir y cerrar los ojos, lo automático, lo que pasa todo el tiempo, lo que hacemos sin pensar y no le hace mal a nadie -. Me gusta jugar también a abrir uno y cerrar el otro para comprobar que las perspectivas de mi mundo son por lo menos, siempre, dos. Y pensar que antes, hace poquitito – soy derrochona de diminutivos – era mi vieja la que hablaba de los términos del pasado y ahora soy yo. Eso no me hace feliz, me hace nostálgica. Recuerdo perfectamente el día en que entendí que ya podía decir “mi época”, aquel instante en el que la conciencia del paso del tiempo, del cambio de generación, se hizo tangible, un objeto con el que yo podía jugar a juegos no del todo “copantes”. La cumpu, el celu, el chat, el mail venían a hacerle pito catalán – qué gratificante me resulta siempre usar la palabra “pito” – a mi pac man – que me remite al pic nic – y al jueguito de disparar de la Texas Instruments que en casa fuimos casi los primeros en tener. En otro hermoso abrir y cerrar de ojos el colorido “Simon” se convirtió en un juego “vintage” y carísimo, mientras que Sara Key y Hello Kitty sin necesidad de ingerir flores de Bach ni hacerse bótox ni exponerse al incierto mundo de la medicina ortomolecular – debo contener el chiste fácil – volvieron al mercado renovadas, bellas, radiantes, sin brillantina sobre sus calcomanías – perdón, stickers -. Las muy turras – antes una “turra” era una puta, ahora no tanto – se tomaron unos veinte añitos de vacaciones y a su regreso, generosas ellas, y tan millonarias, nos regalaron esa tierna cachetada cursi, ese fatal cimbronazo que antes se llamaba viejazo y que ahora se apellida retro. Vayanse a la mierda, pienso, pero no lo digo, porque hay palabras que, generación más época menos, son definitivamente poco elegantes, nada femeninas y tan pero tan vulgares. De esas uso tantas al día… Me da estupor - ¿para tanto? – pensar que con mis amigas a los feos les decíamos “fetos” y a los nabos les decíamos “espásticos”. Y los chicos que nos gustaban – ni chongos ni muchachos ni pibes: chicos, a secas – estaban fuertes, eran unos potros o mataban mil. Ahora que no bailo sobre parlantes, ni uso minishorts, ni bucaneras y ni siquiera me pinto los labios, ahora que como sano, que no bebo ni fumo casi nada, me suelo agarrar lindísimos ataques al hígado una vez por mes, y tras una salida breve, sin mucho rock and roll – otra sota que se cae como al descuido – necesito por lo menos diez horas de mal sueño para no convertirme en una zombi ni ser abducida – palabra que se ha puesto de moda, ¿vieron? – por los espíritus malignos. Y si aquí me detengo es porque quiero respetar los límites de la crónica, pero me abrazo a la promesa del retorno que siempre es seductora, y me despido, simplemente, “cantando bajito” – cantando bajito me encanta, me hace pensar en un hippie verdadero con su chaleco bordado y su pelo castaño, que va arrastrando sus pies tapados por los Oxford, mejor llamados “pata de elefante”, que no se puede sacar de encima la canción que dice: “Hubo un tiempo que fue hermoso…”

Wednesday, September 28, 2011


A veces me pregunto si es posible hablar de mí como escritora, decidora, escribiente. Claro que no me refiero a la posibilidad real, esa existe siempre, en casi todo lo que uno se proponga decir. Me refiero a la posibilidad de ser objetiva y franca. Son dos cosas realmente difíciles. Franca conmigo misma, objetiva con el mundo, o al revés. Siempre juego a dar vuelta las cosas, es una maña que de ser física sería un tic. Soy buena lectora, y eso hace a la escritura, aunque no necesariamente me obliga a ser buena escritora. ¡Qué maravilla que así fuera!: me la pasaría leyendo libros para mejorar con cada uno mi manera de escribir. ¿O acaso es lo que hago?.

La escritura me fascina, no es novedad, pero lo que más me atrae de ella son sus misterios. Un día me levanto, como medialunas, camino unas cuadras, me cruzo con una ex compañera del colegio a quien decido no saludar, reflexiono sobre el paso del tiempo, me regalo jazmines, rezo queriendo creer que es sin querer, me duermo una siesta en la que sueño mil cosas que después no recuerdo… Y en algún momento la dicha que es mucha me deja sentarme a escribir. La dicha, el tiempo, la vida, Dios y algunos de mis secuaces. Y entonces le pongo pulso a una mujer que busca algo que se le perdió hace tiempo, un señalador, un arito, una pluma de pavo real. La pobre necesita encontrarlo a como dé lugar, se le hace imperioso, no importa si se trata o no de un capricho, es algo que DEBE hacer, y en eso suena el teléfono de su casa, “equivocado” grita después de escuchar la pregunta “¿panadería?”. Y se tienta de nostalgia recordando a aquella compañera del colegio que vivía en la parte de arriba de una panadería. No sabe qué le causa esa nostalgia: si el recuerdo añejo, si el paso del tiempo, si la anécdota de la rosca de pascua que ahora se le viene a caer como una moneda en la cabeza. Rosca de pascua, cuaresma, fiesta pascual, misa, las arrugas de la frente de su maestra de catequesis. Y vuelve a la amiga de la panadería: siete cuadras la separaban de su casa, le gustaba ir en bici. ¿Cuántos años la envidió?. Ella siempre tan golosa y su padre tan discriminador que no la dejaba jugar con esa nena porque pertenecía a una familia humilde. “Ahí te vino a buscar la medialuna”, le decía buscando la complicidad de sus hermanos. Qué malos, piensa ahora y de paso, ya que está, reza por ellos, pide por ellos, dice hacerlo por su salud pero en realidad ruega por su sentido común. Ahora que vive sola se venga de ellos llenando la casa de jazmines y sahumerios, porque no hay nada que odien más en esta vida pero es su casa, es su vida, y ya aprendió a defenderse de la sangre, a pararla con azúcar, a no dejarse contaminar con el sabor metálico del rencor. Ella es de las que ven a quien se le canta y enciende las cosas que se le cantan.

Y así es cómo se me van filtrando las medialunas de la mañana, el rezo, la historia, el paso del tiempo, y las ex compañeras. Y también los parentescos, y el dolor que se hace chiste para aligerar la desdicha, y esa mujer que en vez de convertirse en un personaje, se convierte en una variante de mí. Hoy no incluyo temas con los dientes ni hago que todos los personajes sean huérfanos de madre, pero solo por ahora, solo por este ratito… Todas ellas se parecen a mí, y a veces ellos también.

¿Pero qué pasa?, preguntan los lectores ávidos. Y yo pienso que de todo, pero algunos de ellos piensan que no es para tanto. Y entonces piden más. Y quiero defender esta elección de lo no dicho, de lo esbozado, de lo liviano, de pintar un fresco en las palabras. ¿Qué más bello – y difícil – que transmitir la profundidad de una mirada, una fragancia empalagosa, lo que se siente en los primeros días de una relación de amor?. Las tramas no son mi fuerte, les huyo, intento pero me suelen ganar los personajes, los sentimientos, el terreno llano, plano, espeso. Ha de ser por eso que me identifico con el campo. Las ansias de cambio de terreno también se vislumbran en lo que escribo. Si se está atento se me puede conocer. Si no, también.

Decanta descansa la conciencia en el transcurso leve de la jornada apurada. Es como una pincelada y el pincel es verde transparente. Reposa una lágrima en la página que no importa que sea blanca (me da más miedo lo negro a mí). Busca busco primera tercera la historia genuina. Le pongo el pecho a las caricias y la mejilla al enemigo. Oficio de recordar y mentir, y mentir para recordar eso que creemos que sucedió asá allá y hace tiempo. Bromista de mi propia ofensa, con mis históricas dificultades para concluir. Necesidad de ser leída y criticada. Once de la noche en el mundo de las madres equivale a cuatro de la mañana para los poetas. Debo ir a dormir, pero antes me permito este, mi inconcluso de la fecha, macabro, insulso, agridulce, una delgada línea entre el dolor de los vacíos, y las ansiedades venideras.